Arte de mierda
(J. R. Portella) “Excrementos en clave artística”, titulaba el otro día un periódico… y ni se daba cuenta de lo que estaba implicando al unir en el mismo destino la mierda y el arte. La noticia se refería a la exhibición de excrementos humanos que un notorio impostor denominado Santiago Sierra –su desfachatez es considerable: ¡ese individuo se pone el nombre de “artista”!– ha efectuado en la galería de arte (siguen las desfachateces) Lisson Gallery de Londres (Reino Unido). Cosas así suceden cada dos por tres y mejor sería ni mentarlas. A los destructores del arte les encanta el escándalo, y más valdría dejarlos silenciosamente sumidos en sus excrementos. Más valdría dejarlos, sí…, si no fuera que lo que menos importa son ellos y sus inmundicias.
No son los bárbaros lo que importa, sino la sociedad que acoge y aplaude –por su complacencia o por su silencio– la barbarie. Lo que importa es que un periódico “serio” pueda escribir, exculpando al vándalo: “Como casi siempre con Santiago Sierra, la extravagancia tiene sentido”, y ese sentido no es desde luego, para el periódico, el de aniquilar el arte y destruir el mundo.
Destruir el mundo, considerar que la mierda es belleza, aniquilar esa expresión suprema del ser, del sentido de las cosas, que llamamos “lo bello”; denigrar ese sobrecogedor estremecimiento que nos hace hombres; acabar, en fin, con ese arrebato al que desde hace más de quince mil años, cuando allá en las cuevas todo empezó, denominamos “arte”: sí, de esto, muy exactamente de esto se trata cuando el nihilismo contemporáneo se ceba en lo bello, cuando las galerías acogen excrementos, cuando los periódicos exculpan a los bárbaros y cuando ustedes…, sí, ustedes, amigos, se quedan, como se quedan todas las gentes de bien, paralizados y callados, considerando que por aberrante que todo esto sea, no deja de haber –¡seamos serios!– cosas mucho peores que denunciar.
Se quedan –quienes se quedan…– chocados ante tanta aberración; indignados ante tantas “chorradas”, pero incapaces de comprender y clamar que no es en absoluto de “chorradas” de lo que se trata; incapaces de sentir y gritar que de lo que se trata es de una cuestión de vida o muerte; que lo que aquí nos estamos jugando es nada menos que el ser o no ser, el ser o no ser de la civilización.
Si de tales cosas se trata, si lo que está en juego es el sentido último por el que somos hombres –“Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”, decía Nietzsche–, entonces la pregunta cae inapelable: ¿tienen los bárbaros derecho a la barbarie? ¿Hay derecho a que toda esa inmundicia –así fuera exclusivamente pagada por bolsillos privados– se despliegue en el lugar que antaño ocupaba la belleza?
La libertad de expresión constituye para un valor incuestionable, el único bien, si no fuera por la gran coartada que favorece, que el liberalismo habrá traído al mundo. La libertad de expresión permite que cualquier idea se pueda emitir, cualquier obra exhibir, por falsa, aberrante, nociva que sea. No porque lo verdadero, lo bello y lo justo hayan dejado de existir, sino porque se les defiende mejor tolerando y rebatiendo el error que reprimiendo su mera expresión. Todos estamos de acuerdo con ello… y todos añadimos: salvo si lo que se hace con la libertad de expresión es enaltecer o promover actividades manifiestamente criminales; salvo si las ideas emitidas o las obras exhibidas se dedican, por ejemplo, a defender o fomentar algo tan categóricamente proscrito como el asesinato. El asesinato de individuos, se sobreentiende: el de esos seres cuya vida mortal es preciso defender a toda costa. El asesinato, en cambio, del arte inmortal, el escarnio de la belleza imperecedera, la destrucción de lo único que, permaneciendo siglos tras siglos, derrota a la muerte y nos sobrevive diciendo lo que somos, expresando lo que es…, ¡ah, eso no! Eso les trae a todos al fresco. O, como máximo, les parece un lamentable asunto menor.
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