viernes, diciembre 08, 2006

El Museo Guimet de París expone 220 piezas salvadas de la ira talibán

Durante la primavera de 2001 los talibanes, los "estudiantes de religión", dinamitaron las gigantescas estatuas de Bamiyanque que representaban a Buda. En ese momento nadie podía hacerse la menor ilusión respecto a la supervivencia de los tesoros conservados en el museo de Kabul desde 1931, la mayoría de ellos descubiertos por arqueólogos franceses. Es más, se sabía también que los talibanes habían acabado a martillazos con 2.500 de las obras figurativas que aquél guardaba y en todos los países fronterizos era fácil comprar obras de arte que antes estaban expuestas en Kabul. El mayor misterio envolvía todo lo relativo a las excavaciones realizadas en Begram, Fullol, Tillia Tepe y Ai Khanoum, las más recientes y en algunos casos sus resultados nunca expuestos al público. Era un patrimonio que se daba por desaparecido, víctima de esa concepción de la cultura de los talibanes que funde fanatismo y avaricia.
Doscientas veinte piezas -coronas, brazaletes, pendientes, platos, jarrones, estatuillas, bajorrelieves, anillos...- se exponen ahora en el museo Guimet de París hasta el 30 de abril. Es un conjunto extraordinario, de gran calidad y valor, en el que dominan el oro y el marfil y en el que se logra un maravilloso sincretismo entre la tradición griega y la india, no en vano el actual Afganistán, mal que le pese al islam intolerante, estaba en medio de esas dos grandes corrientes culturales y recibió también la influencia de los pueblos que habitaban lo que hoy es China. Esas 220 piezas -y otras muchas aún no presentadas al público- pasaron más de diez años encerradas en las cajas fuertes del banco central de Kabul.
En 1988 el presidente prosoviético Mohamed Najibulá, ante la progresión de la rebelión afgana, decide sacar los tesoros más preciosos del museo y guardarlos en los cofres del banco nacional, en los sótanos del palacio presidencial de Arg. Las siete llaves necesarias para abrirlos son confiadas a siete personas distintas. Estamos pues en 1988, la guerra contra el ocupante soviético se acaba -Najibulá será ahorcado por los presuntos liberadores del país- y comienza otra guerra civil, ahora entre muyaidines y talibanes, entre distintos señores de la guerra.
La línea de frente que separaba a las distintas facciones afganas pasaba por el museo construido por el rey Amanullah, como en su día, en Beirut, el museo nacional, también sirvió de búnker a la muchachada del Hezbolá. El edificio fue saqueado, bombardeado e incendiado, todo lo que pudo venderse -40.000 monedas antiguas, por ejemplo- se vendió y eso continuó aún después de 1996, tras la victoria de los talibanes que a pesar de su dominio absoluto sobre el país, nunca pudieron resolver el problema que les planteaban los cofres infranqueables. Nadie confiaba en recuperar las 21.618 piezas -el 90% de las cuales de oro- que el arqueólogo soviético Víctor Sarianidi había descubierto en Tillia Tepe en 1978, al excavar cinco tumbas. Era un año antes de que empezase la invasión de los tanques de Moscú y las malas lenguas decían que los tesoros de Kabul estaban en el Kremlin.
En el año 2003 el presidente Amir Karzai, de la mano de una coalición occidental, accede al poder. Y en cuestión de pocos meses localiza las siete llaves. Los cofres son reabiertos y ahí está un patrimonio arqueológico que cubre siete siglos y cuatro grandes yacimientos, que cuenta una historia del país compleja, abierta, sujeta a influencias y verdades varias, algo inaceptable para los talibanes que, como los pretendidos arqueólogos del Hezbolá en Beirut, sólo admiten la islámica como cultura fundadora y primera en el territorio.
La exposición que ahora se presenta en París y que ha de viajar por otras capitales europeas antes de regresar a Kabul, donde no existe ninguna garantía de que pueda ser mostrada al público, es de primera magnitud y coincide en la capital francesa con otro acontecimiento arqueológico de importancia como es el que se exhiba en el Grand Palais lo rescatado del fondo del mar en los puertos de Alejandría y de la desaparecida Heraclión. Si aquí la tradición griega se encuentra con la de Egipto y permite erotizar el hieratismo de las diosas, en el museo Guimet el hermanamiento es más vital, la mesura griega se contagia enseguida de la opulencia hindú y ésta encuentra un punto de elegancia nuevo. La religión cede el paso ante la belleza y la vida.